Derechos de papel
1 de junio de 2016.- María es una mujer indígena, maya, de 24 años, que vive en condiciones de extrema pobreza en una comunidad rural en Yucatán. Es una persona con una discapacidad psicosocial. En 2012 María fue violada por un hombre cercano a su familia y la violación resultó en un embarazo. Acompañada por su madre María presentó una denuncia en contra de su violador. El ministerio público nunca emitió una orden de protección, por lo que el violador permaneció en su inmediata cercanía. Un año más tarde María fue violada otra vez por el mismo hombre, y otra vez quedó embarazada. El ministerio público no sólo rechazó cualquier responsabilidad, sino se negó —se niega— a levantar una segunda denuncia acusando a María de mantener una relación amorosa con el violador. El juez penal que atendió el caso concluyó que María se “dejó violar” por su “retraso mental”, el cual no le permite distinguir entre “lo bueno y lo malo”. Con ayuda de organizaciones de la sociedad civil el caso está en revisión. Mientras tanto María lleva cuatro años buscando la justicia sin ningún resultado.
Ximena es una mujer española. En 2004 se casó con un mexicano y tuvieron un hijo. Varios años después decidieron separarse. En el juicio de guarda y custodia el juez falló en su contra, utilizando el argumento de que Ximena no sigue los valores tradicionales de la familia. Para el juez, Ximena no cumple con el rol de “madre mexicana” y no entiende, como los mexicanos, los conceptos de amor, solidaridad y familia. El juez de distrito que revisó el amparo reiteró el fallo original, otorgándole la custodia al padre bajo el argumento de que es mejor para el niño criarse con su padre porque ambos son hombres. Ximena lleva más de dos años sin saber nada de su hijo.
La falta de acceso a la justicia afecta a miles de mujeres en México, y a cada una lo hace de forma distinta, dependiendo de su realidad social, económica y/o cultural. Las mujeres enfrentan procesos lentos, largos e ineficientes que involucran a policías, ministerios públicos, defensores de oficio y jueces que operan con base en estigmas y prejuicios y que fallan sistemáticamente en incorporar la perspectiva de género a su trabajo. Todos estos son factores que revictimizan a las mujeres y hacen que su acceso a la justicia sea virtualmente nulo. Las fallas institucionales también afectan a los hombres, por supuesto; lo que los ejemplos antes mencionados buscan ilustrar es que las mujeres, sin embargo, enfrentan seguido obstáculos relacionados con el hecho de que son mujeres, sin importar su edad, origen, educación o clase social. Por eso la violencia en contra de las mujeres es de género: porque por el hecho de ser mujeres —y todo lo que ello implica en esta sociedad— se ven en una situación de vulnerabilidad o desventaja que termina por mermar el disfrute de sus derechos.
En un país en el que siete mujeres mueren diario y cuatro de cada 10 han vivido violencia a manos de sus parejas, sólo se presentan unas 150 mil denuncias al año en contra de alguno de los tipos de violencia tipificados por el orden jurídico. De dichas denuncias sólo 11% resultan en averiguaciones previas y sólo 2.4% de éstas reciben sentencias condenatorias. Uno de los principales motivos detrás de las pocas denuncias es la desconfianza en las instituciones. Desconfianza, por supuesto, que se justifica cuando se analiza cómo opera el sistema de justicia actual. Antes de exigirle a las mujeres denunciar cuando tienen todo en su contra, lo fundamental es cambiar al sistema para que eso ya no les resulte tan costoso.
Si bien las mujeres en México somos titulares ya de todos los derechos reconocidos por el orden jurídico, este reconocimiento se queda en el papel y no se traduce aún en un ejercicio efectivo. Contamos con un marco constitucional bastante completo, el cual, gracias a la reforma de derechos humanos de 2011, también se nutre del derecho internacional de los derechos humanos —que abarca no sólo tratados internacionales, sino sentencias, recomendaciones e informes—. Han pasado siete años desde que la Corte Interamericana de Derechos Humanos se pronunció en el caso González y otras vs. México, mejor conocido como Campo Algodonero, señalando en el ámbito internacional que México falla gravemente en los esfuerzos para prevenir, investigar y sancionar los casos de violencia contra las mujeres. Poco después de Campo Algodonero llegaron las sentencias de Inés Fernández y Valentina Rosendo, dos mujeres indígenas que sufrieron violaciones graves de derechos humanos e incluso tortura sexual en manos de miembros del ejército mexicano. A nivel nacional también contamos con sentencias emblemáticas, como la de Mariana Lima, resuelta por la Suprema Corte de Justicia en 2015.
Estas sentencias son paradigmáticas e importantes. Pero las sentencias no son el punto final del proceso. Más bien son el inicio de una fase crítica que busca garantizar la reparación del daño, abriendo el paso a una serie de oportunidades para impulsar acciones que buscan atender las condiciones mismas que llevaron a esas violaciones de los derechos de las mujeres. Esto es, previniendo la violencia. Para que ello ocurra, sin embargo, se requieren de instituciones que le den seguimiento e implementen las sentencias.
Si vemos nuestra realidad no podemos evitar la sensación de que poco ha cambiado desde que se emitieron todos estos fallos emblemáticos. La violencia de género sigue marcando nuestra cotidianidad. ¿Esto se debe a que nada ha pasado? Que, después de las sentencias, ¿no se hizo nada más? No.
El Estado mexicano ha invertido, durante los últimos 10 años, enormes recursos, tanto humanos como materiales, para combatir la discriminación y promover la igualdad de género. Me atrevería a afirmar que esta inversión rebasa a cualquier otra de la historia. En el sector público se está abriendo un número considerable de unidades, comités u órganos que se encargan de promover la perspectiva de género en la vida pública, con presupuestos que parecen crecer año con año (como el del Instituto Nacional de las Mujeres, Inmujeres, que creció de 198 millones de pesos en 2001, cuando fue creado, a 801 millones de pesos en 2013). La “igualdad de género” ya está incorporada en el Plan Nacional de Desarrollo y ha sido manejada como prioridad absoluta para las tres últimas administraciones del gobierno. Dentro del paraguas de la igualdad de género los recursos que se destinan a la violencia son sustanciosos.
Incorporar la perspectiva de género en la vida pública y el trabajo de las instituciones es sin duda esencial para promover la igualdad sustantiva. Pero una vez que se analiza a detalle la estrategia estatal, ésta parece carecer de claridad.
El Poder Judicial, por ejemplo, ha tomado importantes pasos para incorporar la perspectiva de género en su trabajo. En 2013 la Suprema Corte de Justicia de la Nación impulsó el Protocolo para Juzgar con Perspectiva de Género, una herramienta judicial que busca apoyar a las y los juzgadores en la tarea de impartir justicia con perspectiva de género, adecuándose a los más altos estándares nacionales e internacionales. Tres años después, el Protocolo ha sido citado en un número mínimo de sentencias. En lugar de ser una herramienta que ayude a la mejor comprensión de los factores del contexto que colocan a las mujeres en situaciones de desventaja, la perspectiva de género a menudo se percibe como un riesgo al principio de “imparcialidad” por parte de las y los juzgadores. Se cree que utilizar esta metodología implica de alguna manera alterar la “litis” e ir más allá de lo que se les tiene permitido. Los cursos de capacitación que se les da en la materia por lo general son pocos, breves e inconsistentes, y se han convertido en una excusa para no aplicar la perspectiva de género en la impartición de justicia. No han sido pocas las veces que hemos oído “no sabemos qué es perspectiva de género, pero nos estamos capacitando en la materia”.
Exigir rendición de cuentas al Poder Judicial sobre los resultados de estos esfuerzos es difícil si no se tiene acceso a las sentencias. Como lo confirma el “Diagnóstico de situación sobre acceso a sentencias” de EQUIS Justicia para las Mujeres, ningún Poder Judicial estatal cumple con sus obligaciones de transparencia en cuanto acceso a sentencias, a pesar de que éstas son documentos públicos.
En paralelo al Protocolo, desde la Asociación Mexicana de Impartidores de Justicia (AMIJ) se ha promovido el pacto para la introducción de la perspectiva de género en los órganos de impartición de justicia en México, el cual contempla la creación de Unidades de Género en los tribunales del país como mecanismos institucionales que impulsen estrategias para promover la igualdad de género dentro del sistema judicial. Idealmente, las Unidades de Género tendrían un papel importante no sólo en la eliminación de la discriminación dentro del Poder Judicial, sino también en la impartición de justicia. Los resultados del monitoreo nacional de la situación que guardan las Unidades de Género en los Tribunales Superiores de Justicia en los 32 estados realizado por EQUIS Justicia para las Mujeres, a través de solicitudes de acceso a la información, comprueban que la implementación de esta política difícilmente va a dar los resultados esperados. A tres años de que se impulsó el pacto, todos los tribunales cuentan con algún mecanismo, normalmente un comité o comisión que trabaja temas de género, pero sólo ocho tribunales cuentan con una Unidad de Género formalmente constituida. La diferencia entre los mecanismos y las unidades formalmente constituidas estriba en la autonomía, la cual se traduce en capacidad para impulsar acciones sustantivas. Asimismo, muchos de estos mecanismos que buscan promover la perspectiva de género están profundamente enterrados dentro de la compleja estructura judicial, lo cual limita su potencial y eficiencia. En muchos casos el personal a cargo cuenta con un año o menos de experiencia en género y derechos de las mujeres. Existen mecanismos que no cuentan con presupuesto propio, por lo que no están en posición de impulsar ningún tipo de iniciativas. Sólo siete de 32 mecanismos cuentan con un plan de trabajo y ninguno cuenta con herramientas para monitorear y evaluar el impacto de su trabajo.
El Poder Judicial no es el único que enfrenta retos en la materialización de los esfuerzos para eliminar la discriminación contra las mujeres y mejorar su acceso a la justicia. Una de las políticas de Estado para responder a los obstáculos que enfrentan las mujeres sobrevivientes de violencia para acceder a la justicia son los Centros de Justicia para las Mujeres. Los centros fueron creados en 2011 bajo la coordinación de la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres (CONAVIM), y parten del principio de concentrar bajo el mismo techo todos los servicios que necesita una mujer que ha vivido violencia. Este modelo tiene el potencial de gestionar el trabajo multisectorial y multidisciplinario tanto de agencias gubernamentales como de la sociedad civil para ofrecer una atención especializada, sensible y profesional a las mujeres.
Sin embargo, en la actualidad la implementación de esta política enfrenta varios retos. Primero, se financia y se coordina desde dos espacios distintos, y no necesariamente vinculados al interior de la estructura institucional de la Secretaría de Gobernación (Segob). Por lo mismo, cualquier esfuerzo de exigir rendición de cuentas sobre el impacto de esta política está destinado al fracaso. Desde la Segob se plantea el éxito de estas metas bajo criterios mayormente dedicados a la construcción del espacio físico de los centros, y no necesariamente en relación al impacto en la vida de las mujeres. Los 27 centros que actualmente existen en 20 estados de la República operan todos bajo modelos y lineamientos distintos. En su operación los Centros de Justicia para las Mujeres enfrentan los mismos retos en relación a la profesionalización de su personal, que no necesariamente ha sido sensibilizado y formado para atender las necesidades de las mujeres que han vivido violencia. El personal trae consigo las mismas deficiencias que tenía antes de unirse al centro.
Pero mientras tratamos de consolidar estos Centros de Justicia, el gobierno federal está impulsando una nueva política llamada Ciudad Mujer, que prácticamente duplica muchas de las funciones que ya cumplen los centros, en particular respecto a la provisión de acceso a la justicia. Y esta nueva política la impulsó en un inicio la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), que no está especializada en problemas que aquejan a las mujeres, y ahora pasó, junto con Rosario Robles, a la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (SEDATU). Esta nueva política es asistencialista, y no necesariamente responde a las necesidades reales de las mujeres de las regiones donde se abren estas “ciudades”.
Y, por si fuera poco, existe un tercer programa, el Cuarto Rosa, que también se impulsa desde la SEDATU y trabaja bajo la tesis de que mucha de la violencia ocurre por la falta de espacio en las viviendas y lo que debe hacerse es crear un “lugar seguro” donde las mujeres se puedan esconder con sus hijos. Desde el nombre se ve un gran estereotipo, y a esto hay que sumarle que un “lugar seguro”, así, sin más, no es la solución correcta a este tipo de problemas.
Un análisis de los múltiples esfuerzos que se han realizado para combatir la violencia de género que sufren las mujeres revela la importancia de mejorar los procesos de diseño de políticas públicas. Éstas no se pueden seguir formulando desde la opacidad de las oficinas gubernamentales. Todos tenemos un papel que jugar para acabar con el fenómeno de la violencia contra las mujeres: el gobierno, la academia y la sociedad civil. Pero ante todo tenemos la responsabilidad de establecer canales para oír e incluir en el diseño de programas y política la voz de las mujeres, especialmente la de las que han vivido violencia. El diseño de las políticas tiene, además, que venir acompañado por mecanismos de seguimiento, monitoreo y evaluación de los esfuerzos institucionales. La solución no necesariamente está en la creación de “nuevas” leyes y políticas, sino en asegurarse de que las que existan funcionen adecuadamente. Es necesario detener la tendencia de “formular, pero no implementar”. De lo contrario, seguiremos siendo el país de las instituciones y leyes sin sentido. De los derechos de papel.
Ana Pecova
Directora ejecutiva de EQUIS Justicia para las Mujeres.
Publicado originalmente en la revista Nexos. https://www.nexos.com.mx/?p=28495
Ilustración: Kathia Recio