Nuestros caminos, el antes y el después de cinco mujeres en prisión

Hemos desarrollado esfuerzos para dar seguimiento y visibilidad a las distintas realidades que enfrentan las mujeres que están o han estado privadas de la libertad, en este contexto, es importante dar voz a las mujeres que experimentan las políticas de reinserción en carne propia. Las mujeres privadas de la libertad no son un grupo homogéneo en el que todas comparten las mismas realidades y características; por el contrario, las experiencias y circunstancias individuales impactan de manera significativa la forma en que enfrentan la privación de su libertad.

¿Qué encontrarás en esta publicación?

Cada una de estas mujeres exprivadas de la libertad cuenta con realidades únicas, sin embargo, al igual que miles de mujeres en los centros penitenciarios, han vivido las mismas carencias, condiciones indignas y abandono de un sistema penitenciario fallido que constantemente las estigmatiza.

Estas historias identifican experiencias de vida que van desde violencia familiar hasta conductas ilegales por necesidades económicas, pero también procesos de reclusión y liberación con falta de políticas de reinserción que obstaculizan sus oportunidades laborales al salir.

Las voces de estas mujeres exprivadas de la libertad son ejemplo de fortaleza y resiliencia colectiva al construir sus propios caminos ante un panorama que invisibiliza a las mujeres en las políticas de reinserción y que denota la falta de perspectiva de género en nuestro sistema penal mexicano.

Conoce sus historias

Mostramos las historias de vida de cinco mujeres que estuvieron privadas de su libertad, las causas que las llevaron a estar en conflicto con la ley; la situación que vivieron dentro de los centros penitenciarios, y las consecuencias de estar privadas de la libertad y de que no exista una política de reinserción pospenitenciaria.

Ellas son Viridiana, Sandra, Adri, Margarita y Abigail.

Yo aprendí a distinguir porque acá o te hundes o flotas. Yo quiero flotar, no me quiero hundir.

Abigail

 

 

Niñez

Soy Abigail, crecí con mi abuelita pues mi madre me regaló a los 8 días de nacida. Teníamos una casa humilde, fue una niñez muy, muy fea, muy pesada. En ese momento no sabía, pero a los 6 años yo quería morir. Teníamos luz, agua, drenaje, todo. Mi casa con láminas de cartón, sus paredes de concreto, su piso rústico. Esa era mi casa, había veces que no teníamos para comer, nuestra comida era una tortilla con salsa con sal, incluso con un vaso de leche. Mi mamá ponía a hervir la leche y le echaba las tortillitas dentro para poder comer.

Éramos seis hermanos. Como mi madre y mi padre me abandonaron con mi abuelita, no tuve una relación plena con mis hermanos y hermanas. Para mi mamá yo era un estorbo, cuando me llevaban a visitarla me decía que a qué iba, me corría. En esa casa donde vivía con mi abuela yo me sentía segura, porque a pesar de todo, de los golpes que recibía por parte de ella y que había momentos en los que me insultaba, pues era mi casita.

Viví rodeada de perros, gatos y una changuita, que era como mi segunda madre. Ella me defendía cuando mi abuelita me pegaba, yo corría con ella y era quien me protegía. Cuando mi abuelita me pegaba eran los momentos en los que yo le pedía a Dios morirme, me hincaba atrás de la casa y pedía. Pasaban los helicópteros y yo les hacía señas, en mis sueños de niña yo quería que fueran por mí y me defendieran. A pesar de que me pegaba y me regañaba, mi abuelita siempre procuró darme lo mejor. Ella trabajaba y siempre estuvo al tanto de mí, nunca permitió que yo trajera ropa usada, decía que no, que yo no era niña de la calle para ponerme ropa usada, ropa de otra gente. Dentro de sus posibilidades siempre me tenía bien vestida.

Nos teníamos que ir a trabajar. Me acuerdo que yo no sabía leer ni escribir, así que contaba las estaciones del metro y, cuando nos íbamos por la avenida, me fijaba en el color de los letreros.
Nos íbamos a comprar jarciera que vendíamos en los puestos, en las calles, ahí me enseñó el comercio, que era lo que nos daba para comer.

Al lado de mi casa había una señora que tenía una paletería, su casa estaba bien hecha, era de concreto. Ella me humillaba muchísimo porque yo no sabía lo que eran los pistaches, las nueces, las almendras. Ella compraba pistaches y se subía a su techo y me decía que si quería pistaches y yo le decía que sí. Ella me aventaba las cáscaras y yo las recogía, yo decía que estaba comiendo pistaches. Incluso cuando comían pizza, sus hijas me daban las orillas para comérmelas. Esa era la pobreza que yo tenía en casa: el vivir al día y con base en un sueldo muy bajo que tenía mi mamá.

Fui a la escuela hasta segundo año de primaria. Me expulsaron porque unos niños más grandes abusaron de mí y, como yo tenía el antecedente de portarme mal, no me creyeron. Empecé a ser una niña grosera, a contestar con agresividad. Después de eso, mi mamá me regaló y me mandaron a un internado en Saltillo, ahí estuve hasta sexto año, pero no lo concluí porque quería estar con mi mamá. Me regresaron.

A veces, cuando me pegaban me escapaba de la casa, jugaba con los vecinos y con mis perros y gatos, era lo que más me gustaba. A veces me dormía en la calle.

Lo que más me gustaba hacer era ir a ver a mi padrino porque me daba dinero y con eso me compraba chuchulucos.
Nunca me imaginé lo que me iba a pasar. Era una niña noble. Deseaba estudiar y ser una profesionista. Quería ser doctora para ayudar a la gente. Me imaginaba casada, con mi casa, con un baile grande para que viniera toda mi gente de la colonia. Puros sueños…

Juventud

Tengo cinco hijos. A los 17 años tuve al primero, producto de una violación por parte de un familiar; yo estaba cuidando de mis dos sobrinas en su casa y él en venganza abusó de mí y quedé embarazada. Después con otra persona tuve una niña y los otros tres con una persona nefasta. Mis hijos grandes hicieron su vida y los otros tres están con su padre. Una de mis hijas no me quiere porque su papá le mintió diciendo que yo me había ido con otra persona, pero en realidad yo lo dejé porque abusó de mi hija a los 9 años.

Hubo muchas cosas en mi familia. A los 12 años mi hija salió embarazada (una vez mi hijo me confesó que su hermana se le insinuó y que incluso le pegó), no la puedo culpar porque sé que es culpa del abuso que sufrió.

Conflicto con la ley de reclusión

Llegué a prisión por primera vez a los 34 años. La primera vez fue muy fácil porque era primodelincuente1 y salí a las siete semanas. La segunda vez tenía 36 años y estuve ahí cinco años. En los dos casos mis abogados fueron de oficio, fueron buenas personas. La primera vez me fue muy bien porque el abogado se comprometió a sacarme a las siete semanas y me lo cumplió. Salí el 7 de diciembre.

La segunda vez estuve cinco años. Mi proceso fue justo y estoy consciente de lo que hice. Me dieron cinco años por el mismo delito de drogas en las dos ocasiones. Considero que me respetaron mis derechos porque me hablaron las cosas como eran. Me leyeron mis derechos y me dijeron que me declarara inocente para que fuera menos. Yo acepté lo que hice.

Me involucré en este delito porque no tenía estudios. Para poder ingresar a un trabajo honrado o estable me piden prepa o secundaria, y yo no los tenía. A lo mejor mi misma desesperación y querer tener dinero, una casa, un cuarto bien, me llevó a hacerlo la primera vez. Cuando una familiar me ofrece trabajar en esto, digo que sí. Yo no sabía qué era comer en un restaurante. Con ese trabajo, ya nadie iba a burlarse de mí. El no haber tenido nada y el haber sido humilde me hizo querer saber qué se sentía tener. Eso fue lo que me orilló.

Cuando estuve en reclusión fue bonito. No a todas nos va igual, pero a mí me fue bien. Mi día empezaba a las siete de la mañana. Me levantaba a hacer mi aseo y de ahí a la sala grande2, a la clase de zumba con la maestra. Después a desayunar y a módulo con las chicas. Iba con la maestra hasta que ella se retiraba. Me iba a comer y luego a mis cursos. En el centro había muchas cosas que hacer: rafia, chocolate, popotillo. Yo tomaba las que no pedían material porque no tenía para comprarlo. A las 7:30 de la noche iba a trabajar en el jurídico hasta la madrugada. Eso era un privilegio. Tenía muchas amigas de la oficina, incluso me tocaba ver cuando llegaban las otras internas, para muchas era la primera vez.

Cuando las veía mal, hablaba con ellas.
Una de ellas no se me olvida. Llegó porque el esposo había robado un coche. La vi y me senté a platicar con ella. Estaba muy nerviosa. Yo le dije: “si tu casa se está quemando, si tu mamá se pone mal, si algo le pasa a tus hijos, ¿qué vas a hacer? Aquí no puedes hacer nada. Aquí lo que tienes que hacer es poner los pies en la tierra, tener valor y distinguir con quién te juntas. Aprende a distinguir con quién te puedes apoyar moralmente y con quién no”. Ella me dijo: “¿eres licenciada?”. Le contesté: “claro que no, no seas payasa. Estoy de azul3, soy una interna”.

Yo aprendí a distinguir, porque acá o te hundes o flotas. Yo quiero flotar, no me quiero hundir.
Al paso del tiempo me la encontré en el “kilómetro” y me abrazó. Me dijo: “seguí tu consejo. Acompáñame, viene mi visita a verme”. No acepté porque era el momento que ella tenía con sus familiares. Yo no tenía visita, sólo una vez mi hija me visitó y fue el día más feliz de mi vida. De mis otros hijos nunca quise que supieran dónde estaba y que pagaran por mis errores. Creo que es muy importante la familia en este proceso. Sobre todo el apoyo moral, porque adentro, si no lo tienes, es lo que te hace tomar malas decisiones como drogarte o hacer tonterías. No es lo mismo el apoyo de un psicólogo o de una compañera que el de tu familia.

Aunque no tenía visita, yo era muy alegre y amiguera. Yo con todo el mundo me llevaba. A las chicas “de vicio”4 las saludaba, pero mis amigas eran mis amigas. Hoy las sigo yendo a ver, cada que tengo un poquito de dinero las visito. Con las autoridades del penal mi relación era excelente, nunca tuve un problema. Dentro me pasaron cosas hermosas y fuertes. A los nueve meses de estar dentro entró mi actual esposo y al año y medio de su reclusión nos casamos. Fue un día hermoso, nos salimos de ahí. Fue una boda única, la gente que venía de fuera nos acompañó. Pero eso terminó muy mal.

A mi esposo lo mataron y no me avisaron. Yo llegué con toda la ilusión a la visita conyugal5, pero sabía que algo estaba mal. Llegué al reclusorio entré y no vi sus cosas, el colchón estaba parado, le pedí a uno de los chicos de limpieza que llamara a mi esposo. Siempre que estábamos juntos le hablábamos a mi cuñada.

Ese día le hablé yo sola a mi cuñada y cuando contestó mi sobrina estaba llorando. Volví a marcar y fue cuando me dijo: “a mi tío lo está recogiendo mi mamá en el SEMEFO”.

Fui a preguntar qué pasaba. Las autoridades se lavaron las manos, mientras que los custodios me dijeron que me tranquilizara y que iban a averiguar. Una custodia me dijo que sí, que mi esposo estaba muerto y que tenía derecho a verlo, nunca me dejaron. Me dejaron ahí porque tenía que esperar a las otras internas, después me regresaron a Santa Martha. Al llegar me calmaron y me fui a jurídico con la licenciada. Le dije a ella que quería ver a mi esposo y pregunté por qué no me habían avisado lo que había pasado. Llegó el personal de trabajo social y derechos humanos, me hicieron un escrito para que pudiera verlo. Me llevaron el cuerpo y me pude despedir de él.
El penal nunca me dijo por qué murió mi esposo, me enteré por mi cuñada que decían que había sido por un problema de salud. Yo metí una demanda ante derechos humanos porque no me dijeron nada. Sólo se han lavado las manos. Han pasado seis años y no ha ocurrido nada.

Lo más difícil para las mujeres que están dentro es el agua, es nefasta. Entran las pipas, pero ni siquiera es agua potable, es agua sucia. Muchas veces la teníamos que hervir para podernos bañar. La atención a la salud está bien, la que no se atiende es porque no quiere. Cada seis meses van camiones para hacer estudios de todo tipo. Muchas doctoras son buenas, otras no, esas últimas nos trataban como si fuéramos leprosas.

Yo no me arrepiento de haber estado privada de mi libertad. Conocí a mucha gente y aprendí mucho. Salí en una revista, fui a otros centros, tenía público y te olvidas de que son gente como tú, privada de la libertad. A mí la cárcel me dio mucho, pero también me quitó mucho.
El último día me fui a mi clase de zumba, me dijeron que para qué iba si no tenía caso, pero les dije que yo me quería despedir bien. Olvidé pasar la lista y lo que nunca, casi me castigan. Saqué las poquitas cosas que tenía ahí.

Liberación

Salí en cuerpo, pero mi alma se quedó porque cada vez que voy todo el mundo me abraza y me quiere ahí. Sigo siendo la misma que era con ellas allá dentro. Antes me decía: “quiero irme de aquí y quiero olvidarme de todo esto”. Ahora que voy de visita me quiero quedar ahí porque acá afuera está cañón. Mi primera Navidad fuera estuvo horrible; a las ocho de la noche yo sola en mi cuarto lloraba y sólo pensaba en que si estuviera adentro ya estaríamos todas en la mesa, peleándonos por el ponche, pero estaríamos reunidas dándonos el abrazo y un pequeño detalle.

Aunque estás encerrada, formas cimientos muy bonitos. Hoy no me siento así porque ya tengo qué hacer, ya las puedo ir a visitar. Pero duele salir y estar sola afuera. Estar en un cuarto sola y decir: “ahora qué hago”. Lo que más deseaba cuando estaba adentro era salir para hacer las cosas con sacrificio y esfuerzo. Yo cambié porque jamás volvería a cometer los errores que tuve. Me propuse no recaer y lo estoy consiguiendo. Me ha costado trabajo, pero estoy bien.

Salí el 23 de enero de 2018. Los últimos días antes de salir estaba triste porque no tenía quién me esperara afuera e iba a dejar todas mis actividades. Yo no tenía a dónde llegar y cuando salí y vi las escaleras me dije “mejor me regreso”. Adentro ya tenía mis amigas y una familia. Pero una persona me ofreció su casa y con ella me fui: era mi maestra de zumba. Es algo que no tiene precio. Me dio la confianza para irme con ella y gracias a ella hoy pienso dos veces las cosas. No la pienso defraudar.

Mi primer día afuera yo no quería ni salir, pero ella me llevaba de la mano. No te lo crees. Yo salí un miércoles y al día siguiente fui a sacar mi credencial de elector, me tuve que pelear porque no tenía una dirección o comprobante. Después me llevó a comer y la pasamos muy bien. Al salir volví a nacer, tuve que aprender todo nuevamente.

Autonomía

Lo más difícil acá afuera es conseguir un empleo. Todo el tiempo piden antecedentes penales6. Yo no me he sentido discriminada porque nunca digo que salí de prisión. Actualmente, estoy empezando una relación con alguien y después de algún tiempo se lo dije y lo aceptó bien.

Hoy me levanto, doy gracias a Dios, me baño y salgo a buscar trabajo. No veo a mi familia; los pocos que me buscan es para pedirme dinero. Mi padre murió hace varios años y la última vez que lo vi sólo me dijo que yo había nacido con mala estrella, le dije que se relajara porque eso ya había pasado. Aun así, lo más bonito fue lo que viví con mi maestra de zumba; su familia me abrió la puerta.

Tengo muchos planes. Quiero seguir estudiando; igual y ya no voy a ejercer una carrera, pero quiero darme ese gusto. Quiero trabajar y tener mi casa. Mi sueño más grande es tener una casa y una pantalla plana. Sé que algún día lo voy a tener. Demostrar que se puede, porque sí se puede, si pude entre cuatro paredes tengo que poder acá afuera. También quiero motivar a las que salen; trabajar con el gobierno para que tengan dónde llegar; para que tengan sus documentos fácilmente, y para que no caigamos en las mismas cosas.

Soñé mucho con un príncipe azul, como una princesa, con un amor verdadero y una profesión.

Margarita

 

 

Niñez

Soy Margarita, tengo 60 años y nací en la Ciudad de México. Crecí en la zona de Polanco, donde viví hasta mis 23 años, y estudié en el Colegio Margarita de Escocia. Mis padres eran los conserjes del lugar.

Fui una niña feliz, me divertía al lado de mi hermano haciendo travesuras en las instalaciones de la escuela. También era tímida y solitaria. De niña, el futuro lo vislumbraba con un verdadero amor, y con una profesión.

Las carencias que viví fueron de tipo económico afectivo, mi madre y mi padre se dedicaban de tiempo completo al colegio, por lo que nuestra relación era distante. Tengo una hermana y un hermano mayores y una hermana menor. Con mi hermano y mi hermana mayor construí una relación muy cercana, pero con mi hermana mayor la relación era difícil.

Intenté captar la atención de mi mamá y mi papá con calificaciones de excelencia en la escuela. Además de correr, trepar a los árboles y hacer travesuras con mi hermano, pasaba largo tiempo en la biblioteca del colegio estudiando para conseguirlo. En ese colegio estudié hasta la secundaria; la preparatoria la estudié en un colegio cerca del Toreo, en el cual obtuve una beca.

Juventud

Al terminar la preparatoria entré a trabajar en un banco y, en paralelo, ingresé a la UNAM1 a estudiar administración de empresas, pero abandoné mis estudios por la exigencia de tiempo del trabajo y las dificultades para movilizarme.

Durante este periodo seguí siendo tímida, inocente, sin malicia. Cuando empecé a trabajar desperté en un mundo que estaba lejos de mi mundo infantil dentro del colegio. Era una niña dentro de un cuerpo que se desarrolló tempranamente, lo que me convirtió en un objeto sexual. Este despertar provocó que mi visión del futuro cambiara, y comencé a darle mayor valor al trabajo y al dinero, a las cuestiones materiales. Mis relaciones afectivas con hombres no fueron buenas. Sufrí engaños, traiciones y abusos económicos, pero sólo buscaba el cariño de esos hombres.

Conflicto con la ley

Fui privada de la libertad a los 51 años, después de haber huido por un presunto fraude a una institución bancaria. Estuve escondida con mis dos hijos durante 10 años, por protegerlos, ya que me hicieron creer que ellos serían acusados de complicidad. Durante esos años realicé trabajos de todo tipo y vendí pertenencias para poder darles un buen nivel de vida. Cuando empezamos a huir, mis hijos tenían 14 y tres años; cuando fui detenida, mi hijo mayor se hizo cargo del menor, con 24 y 13 años cada uno.

Reclusión

Mi proceso fue largo e intenso. Después de un año fui sentenciada, me encontraba sola, sin orientación y con muchos temores. Primero conté con una abogada de oficio, quien no me defendió adecuadamente. Fue casi nulo el trato que tuve con ella, sólo me señaló que por venir confesa lo único que procedía era esperar mi sentencia.

Nunca recibí asesoría sobre mis derechos. Tuve una sentencia por robo simple de 10 años y seis meses. Cuando quedaba el recurso de apelar la sentencia, mi hijo contrató un abogado que recibió un adelanto por la mitad de sus honorarios; sin embargo, no llevó a cabo una adecuada defensa, por lo que decidí no contratar a nadie más. Por mi cuenta, conseguí una abogada de la Arquidiócesis a quien le expuse mi situación y me apoyó llevando mi caso de manera gratuita. Presenté mi amparo y cinco años después obtuve la resolución con una sentencia menor, ahora de ocho años y 3 meses. Fui la única acusada del delito por parte del banco.

Cuando ingresé, me colocaron por error en un espacio con personas reincidentes, por lo que la prisión fue sumamente brusca y dolorosa. Lloraba todos los días por mis hijos; sin embargo, llegar a prisión me dio la tranquilidad de que no los involucraría en el delito y por fin dejaría de huir.

Al inicio, me parecía doloroso encontrarme rodeada de personas que provenían de distintas condiciones socioculturales. Me sentía completamente ajena a mi realidad. Todo lo anterior me obligó a adaptarme de manera muy rápida, ya que desde un principio me enfrenté a situaciones de violencia y abuso por parte de otras mujeres privadas de su libertad. Poco a poco establecí una relación cordial con mis compañeras, aprendí a usar las palabras como defensa.

Las dificultades que viví fueron, en primer lugar, de convivencia con mis compañeras y, segundo, de índole económica ya que tenía que pagar por todos los elementos de mi vida cotidiana: la prisión es el hotel más caro. Los recursos los obtenía de mi trabajo con la rafia, hacía dibujos con ésta, que me pagaban muy bien. También obtenía recursos por los trabajos de limpieza que otras compañeras pagan por que se hagan en su lugar, que se denominaban “apoyos”. Realizaba 12 “apoyos” por día por los que cobraba 10 pesos por cada uno.

Mi vida en el centro iniciaba a las seis de la mañana con el “candadazo”, que es el golpe del candado de la celda cuando lo abren. Llevaba a cabo la limpieza de la estancia y mi limpieza personal; terminando iba a la escuela, tomaba diversos cursos, como de contabilidad, yoga y meditación, estudiaba la prepa y el Kabalah. No pude terminar ahí la universidad porque no tenía conmigo mis papeles. Por la tarde me encargaba del resguardo de la biblioteca, mi lugar favorito. Me hicieron encargada de la biblioteca, la organizaba; llevaba el control de los libros, préstamos y donaciones, y repartía los libros entre las mujeres que no podían salir de sus celdas. La biblioteca era mi refugio. En mis tiempos libres hacía trabajos con rafia.

Además, asistía a la iglesia, en donde me centré en la lectura de la Biblia.
Las carencias que viví dentro iban desde el agua, que tenía que acumular en botes —ya que sólo había suministro por dos horas al día—, hasta la comida, que no era suficiente para todas, por lo que en muchas ocasiones tenía que quedarme sin comer. Si bien tenía servicios de salud y dentales no eran de manera permanente, sólo durante las ferias de salud que se llevaban a cabo de manera cíclica. Respecto a mi ropa y productos de higiene personal, los tenía que conseguir por mi cuenta. Incluso, tenía que dormir con zapatos para que no me los robaran.

Después de un proceso largo de tres años de asimilación y autoperdón, de análisis de la persona que fui en libertad y de cambios al interior de prisión que me implicaron el autocuidado, la autoestima y la construcción de una personalidad reservada, fui capaz de escuchar a mis compañeras, lo que me hizo ganar su cariño, confianza y respeto. Esto también se dio con las autoridades de la institución, con quienes no tuve problemas y tuve una buena relación. Sin embargo, una de las mayores dificultades que sufrimos las mujeres privadas de la libertad tiene que ver con los abusos de autoridad que se viven dentro.

Mis hijos con el tiempo lograron establecerse. El mayor consiguió un trabajo y yo les pedía que no me visitaran para no exponerlos a la realidad de la prisión. Mi relación con ellos era telefónica. El resto de mi familia me abandonó. No recibí su apoyo ni para mí ni para mis hijos. Por eso, hoy mis hijos y yo estamos solos. Las mujeres lo que más necesitamos es apoyo de la familia, que por lo regular no se da, a diferencia de lo que sucede con los varones, a quienes no se les abandona en prisión.

Liberación

Al cumplir una sentencia de siete años, y gracias al amparo y los beneficios que obtuve mediante la realización de actividades y apoyos, me concedieron la libertad. Fui liberada el 14 de julio de 2017, después de mes y medio de haber realizado mi trámite de beneficios. Antes de irme dejé organizada la biblioteca y terminé mis trabajos de rafia.

Recibí mi notificación de libertad mientras veía la telenovela El sultán. Si bien ya quería ser liberada, estaba consciente de que sería difícil el proceso, sobre todo en términos económicos, por lo que no quería salir. Para mí la vida estaba resuelta dentro y tener que enfrentarme a las complicaciones de la vida en libertad me angustiaba mucho.

Autonomía

Hoy vivo con mis dos hijos después de un proceso de adaptación entre ellos. Me enfrento a dificultades para obtener un empleo por mi edad. Si bien he recuperado algunos recursos y algunas cuentas, estos ingresos son insuficientes. Busco un empleo que me permita alcanzar mi jubilación. Voy al Instituto de Reinserción de la Ciudad de México, donde realizo diversas actividades que me son remuneradas. Además, hago chocolate en casa y lo vendo. Deseo comprar una casa, tener un negocio propio y construir una pequeña granja.

Aunque estaba presa, estaba libre. No es lo mismo convivir con la sociedad, que te etiqueta un montón, a con las presas porque les vales gorro.

Adri

 

 

Niñez

Soy Adri, tengo 48 años y nací en la Ciudad de México. He vivido toda mi vida en la casa que construyó mi abuelo y es el lugar donde ha nacido toda la familia.

Mi familia era un matriarcado que llevaba mi abuelita; todas sus hijas eran mujeres y el único hombre vivía en Estados Unidos y prácticamente no teníamos trato con él. Hermanos no tuve y sólo tenía trato con un primo, era como mi hermano. Cuando nací me volví la niña consentida. Mi abuelita me cuidaba y me hacía de comer.

En la casa siempre estábamos mi abuelita, mi mamá y yo. Nuestra relación era buena, yo las cuidaba y adoraba a mis viejitas. Tuve una linda niñez y en la casa me sentía muy segura.

De niña iba a una escuela de monjas, donde jugábamos voleibol y me gustaba mucho ir. Luego jugaba con mis vecinos, siempre iban a la casa o estábamos en la calle después de regresar de la escuela. También recuerdo que cuando llegaban los Reyes Magos me traían muchos regalos y los compartía con mis amigas. Pero lo que más me gustaba hacer era cantar. Me gustaba mucho ensayar; me encerraba en un cuarto yo solita y me aprendía canciones.

Era una niña muy tranquila, pero en algún momento “desmadrosita”. Yo deseaba ser artista. Una vez traté de ir a una audición de Vaselina. En ese tiempo querían puros hombres y hasta pensé en disfrazarme para hacer un papel de niño, pero no se dio y mi familia no lo iba a permitir, mejor así, porque siempre querían que me vistiera con vestidos de bolitas y a mí no me gustaba. Yo sufría mucho porque no me gustaba vestirme así.

Juventud

En mi juventud estudié la carrera técnica de programación, recuerdo que tampoco me gustaba, en ese tiempo comenzaban a tomar auge las computadoras. Cuando llegó el momento de elegir una carrera decidí estudiar la licenciatura en Derecho, sin embargo, por causas económicas tuve que dejar la universidad.

Comencé a trabajar en una tienda autoservicio y para mí fue un trabajo muy divertido, cansado, porque tenía que estar de pie ocho horas, pero en realidad de los mejores en los que he colaborado.

 

Conflicto con la ley

Fui privada de la libertad a los 42 años. Mi proceso fue injusto, porque cuando tuve el problema fue por 250 mil pesos, de los cuales pagué la mitad, trabajaba en una institución financiera y estábamos involucrados mi jefe y yo. Él pagó una parte y yo pagué otra, llegué a un acuerdo con la institución financiera para realizar pagos parciales durante el tiempo que me llevara pagar la cantidad faltante —eran 120 mil pesos—, sin embargo, por mi situación, al no tener un trabajo fijo y no percibir ingresos similares a los de mi anterior empleo, no seguí pagando. Me llegó una notificación por parte del banco donde trabajaba, me presenté al Ministerio Público cuantas veces me lo pidieron, pero en ese momento querían arreglar la deuda con una cantidad más alta de la que estaba pendiente de pagar. Como no accedí porque no tenía el dinero, a los dos años me detuvieron.

Tuve un abogado privado que, cuando ya iban a dar sentencia, me sugirió declararme culpable para que me dieran la sentencia más baja. Él dijo que si lo hacía me darían seis años y que eso era muy bueno. Cuando me detuvieron me pusieron robo agravado, pero no aplicaba porque yo ya había dado una parte del dinero faltante, sin embargo el abogado intentó cambiar el delito sin éxito y después de que me dieron seis años, estuve luchando y un abogado de oficio me ayudó a tramitar el amparo y gracias a eso me volvieron a abrir el caso con un delito nuevo: el de violación a la ley de instituciones financieras.

El robo por el que me habían metido a prisión se seguía de oficio y no tenía oportunidad. Cuando llegué con el abogado de oficio también me dijo que me declarara culpable. Eso hicimos porque me convenía la sentencia mínima, que era de cuatro años y medio, y, como se seguía por querella, no tenía que negociar porque ya había pagado con cárcel. Eso me dio oportunidad de obtener mi libertad más pronto.

Reclusión

Cuando entré a prisión no me dieron a conocer mis derechos. No me dijeron nada, ni el abogado me instruyó. El abogado es la persona de más confianza y termina volviéndose tu peor enemigo.

Cuando estaba ahí, me levantaba, me bañaba y me iba a trabajar en el área de repartición de alimentos. Después daba una clase de computación para las internas. Pensaba que tenían que quitarse el miedo a las computadoras. Ahí les enseñaba la paquetería de Office; luego, si tenía un curso lo tomaba y me presentaba para la repartición de alimentos. Cuando terminaba, me iba al voleibol. A las 4:30 de la tarde volvía a repartir la comida, dos horas después de esto esperaba el cierre de nuestras estancias. Esperaba a que las chicas dejaran de hacer ruido, como a las 12 de la noche, y a dormir.

Cuando me enfermaba de gripa no podía tomar antibióticos, lo que hacía era comer ajos para componerme. Entre menos iba al servicio médico, mejor; me daba miedo que no tuviera una atención buena y morirme. Supimos de varias personas que, por no tener una atención adecuada, murieron.

Cuando estaba ahí, cada ocho días iban mi mamá y mi hija. Cuando la dejé, mi niña tenía 12 años y mi mamá 80. Hacían un gran esfuerzo porque mi hija terminó cuidando a su abuelita. Durante el tiempo que estuve siempre fueron. El día de visita era muy feliz porque yo era la parte media entre esas dos edades y era quien las cuidaba, por desgracia mi familia las abandonó. El hecho de que fueran a verme, para mí, era saber que estaban bien y de ahí yo hablaba con mis familiares para pedirles que estuvieran atentos, sin embargo, eran muy pocos los que me ayudaban. A mi mamá, con el paso del tiempo, le dio demencia senil; entonces, pues fue muy difícil porque ni sabía quién era ella ni quién era yo, cuando me iba a ver al reclusorio ella llegaba y era como tratar con dos niñas, mi hija fue creciendo y se empezaba a desesperar con su abuelita.

La familia es muy importante y no debe juzgar, al fin y al cabo no sabe realmente qué fue lo que sucedió. Solamente lo sabes tú, la persona involucrada. El juez es el único que te juzga y pues, eso en realidad es su trabajo. La mayoría juzga sin saber. A mi familia le pedí ayuda por mi hija, y no me la dieron. Es complicado que cuentes con ayuda del exterior, no es fácil.

La convivencia con las otras mujeres era muy difícil, debía tener mucha paciencia y tolerancia porque te meten a vivir en un cuartito de 4 x 4 (metros), con cinco o hasta 12 personas, en donde todas se tienen que bañar, comer y hacer limpieza. En fin, todas quieren hacer cosas diferentes en un cuarto pequeño.

En el centro de reclusión también hay muchas clases en las que puedes estar y aprender y descubres qué te gusta, pero cada quien decide su camino adentro. Tú eliges los cursos, pero no había talleres sobre algo que pudieras aplicar afuera. La vida sigue y el tiempo va pasando porque lo que haces adentro, afuera es diferente. Por ejemplo, en las clases de computación se iban descomponiendo las computadoras y nadie las arreglaba, no tienes acceso a internet por lo que sales sin saber prácticamente nada de lo actual. A mí me gustó el teatro, aunque no sabía realmente que podía actuar. Era muy emocionante porque te liberas, aunque estés preso. También me gustó descubrir mi personalidad y me liberó totalmente. Aunque estaba presa, estaba libre.

No es lo mismo convivir con la sociedad que te etiqueta a con las presas, porque les vales gorro, mientras no te metas con nadie, el chiste ahí adentro es evitar tener problemas. Muchas veces me sentía triste, pero a la vez feliz porque no tenía ninguna obligación ni responsabilidad, pero extrañaba a los míos y me preocupaba cómo estarían viviendo acá afuera.

Deseaba estar con mi mamá y con mi hija, y arreglar la casa porque tenía muchos años de construcción y no le habían dado mantenimiento. Sabía que al salir tenía que arreglarla, lo que no me imaginé es que era desde cero, porque estaba el puro cascarón. Me había imaginado cómo sería el día que obtuviera mi libertad, estaba consciente de que a mi salida mi mamá encontraría la paz y la tranquilidad y seguramente en poco tiempo me iba faltar, logré acompañarla a llegar al momento final, al cabo de un año de haberla reencontrado.

Mi hija terminó la primaria, secundaria y prepa; ahora está esperando para entrar a la universidad y estudiar para ser veterinaria. Es muy responsable, no me puedo quejar. Creo que no hice tan mal trabajo cuando hablaba con ella y me iba a ver cuando estaba en prisión.

Pienso que fue porque nunca la dejé, diario hablaba con ella hasta tres o cuatro veces al día, siempre estuve pendiente tanto de ella como de mi mamá.

Liberación

Salí en 2015. Me regalaron cinco días porque yo compurgaba el 5 de octubre y salí el 30 de septiembre. Los últimos días antes de salir estaba muy nerviosa porque no sabía qué me iba a encontrar cuando saliera. El día de mi liberación ya estaba en jurídico desde la mañana, tenía miedo de que se les fuera a olvidar. Recibí la notificación de mi libertad a las nueve de la mañana. Lo que me daba una enorme y profunda tristeza era dejar a las amistades que había logrado tener ahí adentro.
Regularmente te sacan en la madrugada, pero llegaron por mí a las cuatro de la tarde y no pude ir a jugar voleibol. Me dijeron: “Adri, ¿te vas ahorita o te vas hasta la una de la mañana?”, no lo pensé, era mejor salir de día, más valía encontrar transporte y poder ir a mi casa. Al salir te pasan por varios filtros para saber que eres tú, a veces ya no te acuerdas de información que tú misma les diste. Una amiga fue por mí y pasamos a comer tacos de pastor, estaban muy buenos, hacía mucho tiempo que no los comía. Llegué me di cuenta de que todo estaba muy abandonado. Mi mamá enferma y mi hija muy metida en su vida, ya tenía 17 años. No tenían ni vasos, ni platos, ni nada. Tuve que conseguir dinero y compré cosas para volver a tener algo.

La primera vez que entré a una tienda la asaltaron y me asusté mucho. Todo me daba miedo. Me costó salir a la calle hasta que mi hija me ayudó y me acompañó dándome seguridad, ahí empecé a desenvolverme.

Autonomía

Me he sentido discriminada. Es bien horrible. Sobre todo cuando vas a un centro comercial o al cine. Porque soy mujer vestida de hombre, pero soy mujer. Yo no sé qué hacer, si meterme al baño de mujeres o de hombres. El de hombres me da miedo porque son hombres, yo no tengo lo que ellos tienen y me meto al de mujeres y me ven como si fuera bicho raro; incluso ha habido gente que me dice que me salga. Tengo que dar explicaciones que no tendría por qué dar. Eso es complicado, a veces me tengo que aguantar o pedirle a alguien que me acompañe, no me gusta ir al baño cuando estamos en lugares públicos. Tal vez ahora deberían de hacer tres baños: uno para hombres, uno para mujeres y el tercero para personas no binarias, creo que sería más cómodo para todxs.

Ahora mis días son muy ocupados. Me despierta un perro para decirme que quiere ir al baño. Los acomodo en su lugar donde pueden estar felices todo el día. Me pongo a hacer el mantenimiento de la casa, hago trabajo de albañil que aprendí en internet. Ahorita estoy con el baño, quité el azulejo de 1940 y estoy pegando loseta nueva. Me gusta, es como hacer un rompecabezas, aunque es tardado y el material es caro, pero me ahorro la mano de obra. También hago plomería, albañilería y pintura.

Para mi futuro quiero muchas cosas. Mi finalidad es dejar la casa muy bonita, de un tipo viejo y hacerla vintage, amueblarla. Me gustaría tener camioneta para poder llevar a todos mis perros a La Marquesa. También viajar. Ya lo dirá el tiempo.

También realizo trabajo social: a mis compañeras que van saliendo las apoyo y es algo que quiero seguir haciendo. Algunas trabajan conmigo y las ayudo a gestionar las ayudas del gobierno y las oriento para tener una mejor calidad de vida.

 

Niñez

Soy Viridiana, tengo 30 años, nací en un taxi de la Ciudad de México y crecí con mi tía en Valle de Chalco.

A los tres años mi mamá me dejó en la casa de mi tía. A partir de ese día la veía de manera esporádica. Adaptarse era prácticamente imposible, mis tíos eran demasiado estrictos. Siempre tenía la sensación en el estómago de que algo me hacía falta, me frustraba escuchar el sonido del timbre de la puerta y pensar que era mi mamá, aunque esto no fuera así.

A los 10 años, como casi todas las noches, desperté llorando por mi mamá, quien apareció y decidió llevarme a vivir con ella a Ecatepec. Me encontré con tres medios hermanos que no sabían de mi existencia.

Tuvieron que pasar varios años para que yo entendiera la situación. Un día encontré una carta en la que mi madre pedía ayuda al gobierno porque había sido violada. Comprendí que yo había sido producto de esa violación, las dudas sobre el abandono que sentí y que me negara con mis hermanos habían quedado aclaradas. Aunque mi mamá nunca me ha confirmado si esto es cierto, la realidad es que nuestra relación nunca ha podido ser cercana y cariñosa; darle un beso me resulta prácticamente imposible.

Era una niña tímida, confundida y nerviosa, pero a partir del descubrimiento de esa carta, perdí el miedo y me volví más fuerte y con más confianza. Al final, saberme como la hija no deseada me dio la fuerza para defenderme.

En casa tenía que defenderme de la violencia física, verbal y simbólica de mis hermanos. Ellos solían llamarme bastarda y darme golpes. A esto hay que sumar las carencias económicas, pues hacía falta ropa y comida. La mayor parte de los ingresos de mi madre se destinaba a los cuidados de mi abuela, que padecía cáncer.

Juventud

Comencé a trabajar cuidando a otra niña desde los 12 años a la par de asistir a la escuela. Tiempo después fui llevada a un internado de monjas, en donde las sensaciones más recurrentes eran la zozobra, el encierro y la desesperación. Sin embargo, dos años después decidí comenzar otra vida con una amiga. Lo que anhelaba más en ese momento era un espacio para mí, en el cual pudiera escribir, estudiar y aislarme del ruido. Mi sueño para el futuro era ser doctora forense.

A los 16 años comencé a trabajar en la estética de mi amiga. Además, conocí a un médico a las afueras del SEMEFO1. Él fumaba un cigarro y yo, sin olvidar mi sueño, le pregunté qué se necesitaba para ser como él. El médico me contestó que estudiar mucho y le hice muchas preguntas. Él se percató de mi ímpetu y me ofreció un trabajo, me pidió que llevara una máquina de escribir y una bata. Mi madre me acompañó a la cita y a partir de ese momento me convertí en una especie de asistente.

Aprendí a hacer dictámenes, lo acompañaba a las necropsias y ahí supe que mi pasión era ser médico forense.

A los 18 años comencé a salir con una persona mayor. Me enamoré y me embaracé, lo supe hasta el quinto mes. Cuando él se enteró empezó a ser violento. Finalmente, se alejó cuando supo que íbamos a tener una niña; él era futbolista y deseaba un hijo con el que pudiera compartir su profesión. A pesar de que llegué a acuerdos económicos, su alejamiento fue definitivo y ni mi hija ni yo volvimos a saber de él. Hoy mi hija mayor recibe premios en la escuela por su desempeño en el futbol.

Comencé a trabajar como mesera en un hotel y mi madre se quedó en casa al cuidado de la niña. Contacté de nuevo al médico forense y me consiguió un trabajo como embalsamadora.

Trabajé ahí durante un año y medio. Durante este periodo, gracias al power que mi hija me inyectó, comencé a llevar a cabo otras actividades que me llenaban, como cantar y bailar. Conocí a mi nueva pareja, un hombre de la India con quien tuve dos hijos más, producto de un embarazo de trillizos del cual sobrevivieron sólo dos bebés.

Conflicto con la ley

Fui detenida a las dos de la mañana por policías federales que me apuntaron con armas largas a la cama donde convalecía después de una cirugía. Mis hijos estaban en la misma cama, los gemelos tenían 11 meses y mi hija seis años.

Lo único que pude hacer fue esconder a mis hijos debajo de las cobijas, levantar las manos y llevarlas hacia la nuca. Aunque seguíamos viviendo en la misma casa, la relación con el padre de mis hijos menores había terminado. Él dormía en su propia habitación cuando nos detuvieron.

Al llegar a la SEIDO, me presentaron a mi abogado, pero sólo me informaron que los demás detenidos por el mismo caso ya habían declarado: 15 personas en total. Ignoraba cuáles eran sus declaraciones, en todo este tiempo no supe qué estaba ocurriendo con certeza. Los delitos de los que me acusaban eran terrorismo, acopio y tráfico de indocumentados.

Estuve incomunicada por varias horas. Mi preocupación principal eran mis hijos. En el momento de la detención me indicaron que hiciera una llamada para que alguien de la familia fuera por ellos; mi madre no pudo ir y tuvo que recurrir a un amigo, pero no pude saber a dónde los había llevado. La única comunicación que tuve con el abogado de oficio fue cuando me señaló durante el interrogatorio que no declarara nada.

Reclusión

Siempre pensé que me liberarían, puesto que las acusaciones eran principalmente en contra de mi expareja; sin embargo, eso no ocurrió.

Después de 80 días de arraigo, fui trasladada al penal de alta seguridad de Tepic, Nayarit.

Desde el inicio del arraigo se refirieron a mí como “Chandra”. Mientras me subían al avión me anunciaron que tenían una sorpresa: mi madre también estaba ahí, vinculada a la supuesta red de delincuencia organizada.

Ambas cumplimos cuatro años y seis meses presas; creo que fue una presión para declarar en contra del papá de mis hijos, pero no lo hice.

Del total del tiempo privadas de la libertad, mi madre y yo estuvimos un año y dos meses en la peor prisión que puede existir: el penal de Tepic, Nayarit. Estuve encerrada en una celda sumamente pequeña con cinco internas, por casi 24 horas al día, con comida de ínfima calidad, sin posibilidad de ver a mi madre, sin contacto con mis hijos y con la amenaza constante de que detuvieran también a mis hermanos. A causa de la incomunicación con mi familia por más de dos años, desconocía el paradero exacto de mis hijos. Si bien tenía un abogado de oficio, no tenía contacto con él más que a través de los oficios que enviaba a Tepic desde Cuernavaca.

Debido a la inhabilitación del penal de Tepic, en un traslado masivo fui ingresada al Centro Federal Femenil de Readaptación Social Núm. 163, ubicado cerca de Cuernavaca, Morelos, el día 24 de diciembre de 2015. Mi traslado fue traumático, marcado por la muerte de una compañera durante el trayecto: era diabética y no le dieron insulina. En este lugar me ingresaron a un módulo donde pasaba prácticamente todo el día en la celda, incluida la hora de comida. No contaba con ningún artículo de higiene personal, servicios médicos o actividades. Las custodias se justificaban diciendo que era por temas de organización de las nuevas internas que estaban siendo trasladadas desde distintos centros penitenciarios, entre los que se encontraba también las Islas Marías. Las pocas horas que pasaba fuera de la celda era en un patio que llamábamos “el gallinero”, porque estaba todo cerrado y era sumamente pequeño.

Ya en Morelos, las autoridades comenzaron a darse cuenta de algunas de mis capacidades, como por ejemplo, que aprendí estética. Gracias a esto, una noche me pidieron que recolectara mis cosas. Con mucho miedo, tomé mi colchón y las pocas cosas que poseía y sorpresivamente me llevaron con mi madre al área denominada “hogares”. Ahí no había celdas, eran estancias con dos camas. No había rejas, sólo quedaban las de las ventanas, desde donde podía apreciar los amaneceres, la lluvia.

Me sentía feliz de estar con mi madre, aunque constantemente ella me recordaba que por mí estaba viviendo eso.

Las condiciones de mi estancia en Morelos mejoraron, en parte por haber sido trasladada a “hogares” y por la presencia de personal de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos5. De esta forma mejoró la comida, se terminaron los baños sin cortinas y bajo el escrutinio de las cámaras y de los oficiales varones. Se instaló una tienda en donde podíamos adquirir toallas sanitarias para dejar de usar calcetines, así como desodorante, con lo cual mis axilas se repusieron de la irritación por usar lo que hubiera al alcance.

Un año después de instalada la tienda, una oficial me propuso ser la encargada porque me veían prestar servicios a mis compañeras para poder obtener ingresos y adquirir artículos. Por primera vez, en un penal federal se le permitiría a una PPL, como nos llamaban las autoridades, desempeñar una función de este tipo. Este anuncio me lo hicieron uno de tantos días en que gritaba de desesperación. En medio de mis gritos escuché mi número de interna: 1371; me gritan: “1371, alístese porque va a ir a trabajar a la tienda”. Esto generó expectativas entre las otras PPL6, porque si una de nosotras iba a trabajar, las cosas seguro cambiarían. Después se solicitó en el servicio médico la ayuda de alguien con conocimientos de podología; no lo dudé y ofrecí mis servicios.

Si bien las condiciones eran difíciles, las autoridades en ese centro federal estaban abiertas a las propuestas que mis compañeras y yo hacíamos sobre actividades y para mejorar las condiciones dentro de las instalaciones. Así comenzaron a incrementarse las actividades, como clases de zumba, música y baile; inclusive nos pusieron una televisión.

Desde mi ingreso al penal de Tepic pasé horas escribiendo; primero al juez, para demostrar mi inocencia. Pero también le escribía cartas al padre de mis hijos, que no podía enviar porque me encontraba incomunicada. Quería hacerle saber mi dolor y coraje por lo que le estaba pasando, por lo que le pasó durante el arraigo. Porque sólo pude decirle que me perdonara durante los careos y, sin embargo, me inculpó.
Ahí escribí mi libro, sin publicar aún, Tus cartas, el comienzo de mis respuestas, inspirado en las muchas cartas que él me envió, de las cuales unas decidí no leer y otras no me permitieron, a causa de la incomunicación a la que estaba sometida. En las pocas que leí, el padre de mis hijos escribía como si nada hubiera pasado. Eso despertó en mí una necesidad de escribir para recordarle la violencia que ejerció en contra mía, encerrándome mientras estaba embarazada, llevando mujeres a nuestra casa. Así, mientras las plumas se deslizaban y las palabras surgían, dejaba ir el coraje y el rencor.

En Morelos, una oficial me regaló su pluma para poder terminar mi escrito, pues no tenía dinero ni para una. Con esos escritos participé en una convocatoria para que 20 PPL tomáramos el curso “Del papel a la escena”, que llevaba a cabo la periodista Isabel Arvide. Una tarde, mientras estaba en el hospital, escuché: “1371, alístese que asistirá al curso”. Inicié el curso sin saber de técnica. La periodista nos sugirió que empezáramos a escribir sobre algo que hubiéramos superado, así que comencé a escribir sobre mi exmarido. Este curso me cambió la vida, encontré una nueva pasión.

En Morelos escribí Monólogos en la antesala de la locura, título que proviene de la enfermedad que deriva del encierro, de las cámaras vigilando 24 por 24 horas, ése es el borde de la locura, en donde dejas de ser tú. Desde esas sensaciones surgen esos monólogos. Éstos quizás ayudan a comprender cómo me defino en prisión, como una mujer loca, que prefería mantenerme cansada para evadir sentimientos.

Loca, porque tenía la sensación de estar dormida, soñando todo el tiempo con lo que iba a construir cuando se terminara el sueño, cuando alcanzara la libertad.

Vi a mis hijos hasta un mes antes de ser liberada. No recibí visitas durante todo el periodo que estuve privada de la libertad, incluidos los 80 días de arraigo. El día que finalmente recibí visita, estaba en mi habitación dormida y escuché una vez más: “1371, alístese, tiene visita”. No les creí, me dieron dos minutos para prepararme y no alcancé a utilizar mis colores Prismacolor para pintarme los labios, como solía hacer.

Vi a mi madre en el camión que la llevaría a la visita. Me senté a esperar y vi a mi hija caminando, vi sus chanclas moradas entrar por las rejas. Sentí dolor. Después vi a mis gemelos de cinco años. Mi hija me abrazó y me dijo “mamá”; los gemelos no me reconocieron, no sabían quién era. Yo no podía creer que estuvieran ahí, que hubiera pasado tanto tiempo. Mis hijos habían cambiado. Los gemelos no eran más unos bebés y mi hija mayor pasó de ser una niña que veía Dora la exploradora a ser una señorita que veía La Reina del Sur.

Durante la visita recibí el primer abrazo y las primeras palabras de aliento de mis hermanos. Eso me hace afirmar que el apoyo más importante de las mujeres privadas de la libertad es su familia. Esa visita cambió completamente mi relación familiar, y hoy mi madre y mis hermanos son mi fortaleza.
Cuando regresé a mi habitación le escribí a mi hija cuánto lamentaba no haber sido una mejor madre; ahí entendí que la mayoría de las mujeres privadas de la libertad están en prisión por no saber decir no. Una palabra mágica que, de haber usado, nada habría pasado. La carta no la pude enviar porque fue escrita con mucho dolor. Después de unos días usé mi llamada de 10 minutos cada 10 días para hablarles a mis hijos.

Me contestó uno de mis gemelos y me preguntó si era la que lloraba mucho y que me abrazó, y le dije que yo era su mamá y ahí inició un vínculo con mis hijos y mis hermanos; lo que había sucedido en la infancia se había borrado. La idea que tenía constantemente de salir de ahí y desaparecer con mis hijos se había borrado.

Para mí, las dificultades que enfrenta una persona privada de la libertad son, en primer lugar, el proceso que se vive, que parte de aceptar —más allá del delito por el que se te acusa— las razones que te llevaron a estar ahí. Después, la resiliencia, que es el “¿qué voy a hacer con lo que está pasando?”. En tercer lugar, los problemas que conlleva para la familia, que en un inicio no saber qué hacer, por lo que necesitamos de asistencia legal y psicológica.

Liberación

Fui liberada el 21 de febrero de 2019 junto con mi madre. Me notificaron, mientras estaba trabajando en el hospital, que ya se estaban haciendo mis trámites para la liberación y que ésta se daría en máximo 24 horas. Quedé inerte, no lo creía; en Tepic me habían anunciado mi liberación en una ocasión cuando me confundieron con otra compañera.

Verifiqué la notificación: estaba absuelta.
Regresé al hospital a atender a mis compañeras hasta que terminé con la última. Me despedí de todo el personal. Cuando regresé a mi estancia regalé las pocas cosas que me quedaban porque una semana antes de ser notificada, en un presentimiento, comencé a regalar mis hojas de colores y el resistol que eran oro puro ahí dentro. Sentí miedo y preocupación porque estaba pendiente la presentación de mis monólogos el 8 de marzo, todo estaba listo. Mi primo y mi hermano me recibieron y me llevaron a un Oxxo, porque lo que más quería era un bubulubu y un café.

Autonomía

Desde entonces, mi madre me ha cobijado junto con sus otros hijos. Mi familia, que estaba rota, es hoy mi pilar. Vivo con mis hijos, mi mamá y mi hermano, quien me ayuda con los gastos de la casa. Me consiguió un trabajo vendiendo productos de catálogo. Me ha resultado sumamente difícil conseguir trabajo porque mi proceso sigue abierto debido a que el Ministerio Público apeló la absolución. He sentido el estigma por haber estado en prisión. El problema más grave que he sufrido es la falta de recursos económicos.

Sin embargo, ya pude estar en el cumpleaños de mis gemelos por primera vez, y dormir con ellos. Hoy no le tengo miedo a nada. Inicié la carrera de derecho en línea. Me imagino ayudando a mis compañeras privadas de la libertad, llevándoles cursos de escritura, actuación, pintura y decoración. Mi mayor obstáculo es conseguir un trabajo que me permita cubrir gastos y tener tiempo con mis hijos. Deseo que mis hijos se den cuenta de que su mamá lo ha superado todo.

Me gustaba ir sobre las vías del tren y contar los tablones. Alejarme y ver a mi mamá y a mis hermanas de lejos. Deseaba ser bióloga marina. Los colores del mar; las plantas son mágicas. Ver cómo una planta puede crecer dentro del mar sin ahogarse.

Sandra

 

Niñez

Soy Sandra, tengo 37 años, nací en la Ciudad de México. Viví en muchos lados de la ciudad. En mi casa había luz, agua y techo.

Mi madre era alcohólica, pero dentro de su adicción trataba de abastecer la alimentación de casa. Mi abuelita era quien se hacía cargo de nosotras. Nos vestía, nos daba zapatos. Por el consumo de mi mamá nos llevaron a un convento a mis dos hermanas y a mí. La separación de mis hermanas nos dolió mucho porque mi hermana menor es de otro papá y él sí le daba dinero para sus gastos. Desde ahí me sentí muy marcada, sentí que me tenía que hacer fuerte.

Cuando mi mamá conoció a una pareja fue por nosotras al internado y nos fuimos a Huixquilucan, pero ella siguió consumiendo. Nos llevaba con sus amigos, con la “banda”, y ahí andábamos entre la bola.

Mi vida de niña era despertar y estar encerradas en el cuarto. Mi mamá ya nos había dejado ahí. Por una ventana me asomaba para ver si había alguien. Me preocupaba porque no sabía si íbamos a comer. Trataba de buscar algo, por la ventana yo me asomaba y le hablaba a la vecina:

—¿Vio a mi mamá?

—No, morenita. ¿Ya desayunaron?

—No.

Con eso ella me traía algo para que comiéramos.

Me ponía a doblar ropa y cuidaba a mis hermanas. Después, dormir, despertar, ver la tele y dormir otra vez. Ésos eran mis días. A las siete u ocho de la noche llegaba mi mamá con pan y comida. Vivía con miedo porque tenía la responsabilidad de mis hermanas. Me gustaba ir a las vías del tren y contar los tablones, me alejaba y veía las vías largas, iba y venía. Eso me gustaba, era mi manera de huir de lo que estaba pasando.

De niña quería ser bióloga marina, pensaba en los colores del mar y sus plantas. Para mi mente era algo mágico ver una planta dentro del mar sin ahogarse. En la secundaria quería ser bióloga marina, pero a los 17 años me di cuenta de que el agua me daba miedo. Me daba mucha risa porque yo pensaba: “¿cómo quería ser bióloga si me da mucho miedo?”. Pero lo que más quería de niña era una mamá.
Estudié hasta la secundaria.

 

Uso de drogas

La primera vez que consumí fue marihuana. Aunque pienso que yo toda la vida he fumado porque desde que estaba en el vientre de mi mamá ella fumaba. Cuando ando barriendo la calle voy con mi cigarro. La gente ya me conoce, es algo tan normal desde los 21 años, pero nunca lo vi como algo malo, porque cuando mi mamá fumaba estaba en la casa, hacía el quehacer y nuestra casa se sentía con vida, eso era diferente a cuando consumía alcohol y otras sustancias. Desde que yo lo tomé en mi boca le agarré cariño, pero el tiempo se me va muy rápido. Ahora cuando consumo marihuana me ayuda a estar tranquila, si hay problemas me doy un cigarro y pienso las cosas diferente, me pongo a leer. Me baja la adrenalina que traigo y que no puedo controlar solita.

Después de la marihuana probé medicamentos controlados y unas borracheras horribles. Hoy en día me tomo una o dos porque me acuerdo de que me va a doler la cabeza; evito lo que me pueda lastimar. Como hoy que tiene un mes que agarré una borrachera y me pegué, me veo al espejo y me da coraje, lo trato de evitar. Con la marihuana no me pasa eso. Consumir fue una decisión mía. Yo me he puesto a prueba y le doy un trago a lo que estamos tomando y luego me aguanto, pero mi mamá con 63 años no puede controlarlo y mi pareja tampoco. Mi manera de detenerlo es decir: “hoy no se me antoja la mona o una cerveza”, agradezco que no tengo las manos sudando y que no es una necesidad. Ésa es una maña mía, la de ellos es una enfermedad, en eso son más débiles porque no saben decir que no.

 

Conflicto con la ley

Cuando tenía 29 años fui privada de mi libertad. Mi proceso fue justo en comparación a como vi a otras compañeras. Yo tenía un abogado particular, me trató muy bien y estaba muy familiarizado con mi caso. Ese abogado lo contrató el que era mi jefe, con el que trabajé nueve años. Yo empecé ahí de limpieza y me convertí en su secretaria.

 

Reclusión

Cuando entré me dieron a conocer mis derechos y un reglamento. Nunca me empapé de los derechos que tenía porque confiaba en mi abogado. Mi sentencia fue culpable y me dieron cinco años y seis meses.

Cuando estaba en reclusión estaba ocupada. Me paraba a las 6:30 de la mañana, tendía mi ropa y me iba a mis clases de teatro. Después iba a desayunar, si no me formaba yo, que eran pocas veces, mi mamá también estaba en reclusión y algunas veces ella me llevaba el desayuno. Luego volvía a ensayar y me iba a comer y, después, otra vez al teatro.

Cuando llegué ahí mi mamá ya estaba, llevaba 15 años en prisión. Está pagando el homicidio del papá de mis hijos. Yo no puedo decir si fue o no fue ella. Tampoco se puede hablar con ella porque está en el efecto de las drogas, no sabes si te está diciendo la verdad. Todo el tiempo que estuvimos ahí no paró de pedirme perdón.

Para mí fue como si se estuviera acusando a sí misma o que me lo pedía para llamar la atención. El delito que le dieron fue por incitadora, por impulsar a una persona a que matara al papá de mis hijos. Le dieron 20 años.
Recibía visita de mi hermana, que me llevaba a mis hijos, pero yo tenía que juntar y darle para los pasajes, hacerles de comer y poderlos recibir. Tuve visita de una amiga que conocí afuera y de otro amigo que conocí adentro. Al principio era muy seguido, después hubo un intermedio donde dependía de mí si quería o no debido a los gastos. Entonces, dependía de si eran buenos días adentro —porque yo vendía hot cakes—, y les pedía que fueran.

Cuando tenía visita me preparaba. Desde un día antes pensaba qué palapa1 iba a agarrar para que no pegara el sol. Pensaba en que ojalá y se quedaran todo el día, en que a mi hija la trajeran peinada bonita. Pedía ropa prestada para que me vieran bien, que no se fueran preocupados; que mis hijos, a pesar del lugar donde yo estaba, me vieran con ánimo, aunque el corazón se me estuviera haciendo trocitos.

Preparaba mi bolsa con los mejores platos y cucharas. Yo quería que todo el mundo supiera que venían a verme. Iba con mi mamá a decirle que se preparara para ver a mis hijos. Pintaba a mi mamá y la peinaba. No estábamos en la misma celda porque yo me subí al programa Pripa2 y ahí aprendí mucho, logré tener conversaciones con las maestras universitarias y me sorprendía de mí misma.

El papel de la familia es muy difícil, porque no todas las personas cooperan con la institución por las creencias: “que si adentro es el lugar más caro” o “porque tienes que repartir dinero”. Ésos son mitos porque hoy, que yo voy de visita con mi mamá, si voy bien vestida no tengo por qué dar dinero. Si pusiéramos de nuestra parte como familia sería diferente porque haríamos equipo con las reglas con las autoridades.

Mi convivencia con las otras mujeres era muy pesada porque conocía de cada una lo que le molestaba y le gustaba. A cada una le daba un trato diferente y para todo les decía que sí. Al final, lo que más valoro de lo que tuve adentro fueron los cursos, las actividades y el taller de autoestima; me ayudaron mucho. Pero la mayor dificultad es no aprovechar los cursos que hay. Hoy me arrepiento de no haberlos tomado. Pero sí hay cosas que podrían mejorar, por ejemplo, que los cursos deberían ser obligatorios, como es el pase de lista (que si no lo haces hay castigo).

Al principio estaba alocada y me metía muchas cosas, como “chochos”.3 Así estuve dos años, luego vi la consecuencia y caí en lo más fuerte, que fue drogarme con mi mamá y ahí dije: “¿qué estoy haciendo?”. Me subí al programa de adicciones y me fue bien. Yo pensé que lo más difícil ya lo había pasado cuando llegué a la cárcel. Pensaba que cuando saliera iba a estar con mis hijos trabajando y con mis hermanas, pero nada de eso pasó porque cuando salí mi hija ya estaba con un esposo, mis hermanas ya tenían una vida muy diferente a lo que había dejado. Mi hijo es el único que está conmigo y ya va a ser papá.

 

Liberación

Los últimos días fueron muy difíciles, diario estaba en el “jurídico”4 preguntando, y eso que no tenía nada de provecho. El día que salí me levanté y, como fue día de visita, repartí todo. Fue emocionante, pero triste porque iba a dejar a mi mamá.

Dieron las ocho de la noche y nada, no llegaba la notificación. Mis amigas me maquillaron, me peinaron y a las diez y media de la noche llegó mi mamá. Lo único que tenía era mi ropa interior. Hasta que mi mamá llegó, logré que me abrieran y me fui caminando por todo el “kilómetro”5. Se me hizo eterno, pero iba con mi mamá sin poderle decir nada. Al llegar, ella me dijo: “ve y busca a tus hijos y sé feliz”. Salí a las tres de la mañana. Me esperaban mi hijo y mi hermana. Yo no sabía a qué iba a la calle, lo único que pensaba era que quería tacos.

Me subí al carro y veía la calle toda sola, en la madrugada. Llegamos a la casa de mi hermana, ahí me esperaba mi tía y en el carro ya estaban las maletas de mi hijo. Yo estaba muy asustada, no sabía qué iba a hacer con mi hijo, si yo no tenía a dónde irme. Al entrar ya había un colchón en el piso y ahí pasé mi primera noche. No dormí nada y al otro día fui a la Villa.
No podía creer que ya no tenía que pasar lista.

Luego tuve que tomar la responsabilidad de mi hijo, que estaba estudiando en el Conalep. Tuve otra pareja que me daba todas las comodidades, pero un día me puso una mano encima y dije hasta aquí. Me di cuenta de que no podía seguir sufriendo más por nadie. Me puse a buscar trabajo y el papá de mi expareja me dio uno y empecé a pagar mi renta, pero trabajaba más de 12 horas al día.

 

Autonomía

Tiempo después conocí a mi actual pareja, dejé el otro trabajo y me fui a vivir con él y con su abuelita. Dejé de mentir, de engañar a mi pareja y de prostituirme. Hoy quiero algo diferente para mí y valoro las cosas que hago bien. Lo más difícil acá afuera fue con mi familia. Mi hermana se fue con el que era mi esposo y mis hijos la ven como su mamá y no a mí. Yo no sé cómo actuar. También me he sentido discriminada, incluso con la pareja anterior, su familia me discriminaba por haber estado en prisión. Pensaban que por haber estado ahí yo les iba a robar.

Estoy callada y enojada todo el tiempo. Quisiera que todo fuera perfecto, pero veo a mi alrededor y pienso en mi niñez. Hoy no tengo una pareja perfecta, pero tengo una porque mis hijos ya están haciendo su vida. Yo me enfoco en él y me olvido de todo. Luego, vuelvo y me doy cuenta de mis problemas. No veo a mi hija desde hace un año y justo nació su segundo bebé. El primero no lo pude cuidar con ella porque estaba recluida y el segundo, pues ella ya no me habla. A veces no me permito llorar, pero hoy es válido porque me siento llena de agua por dentro.

Ahora mi futuro me lo imagino como una viejita consentida con sus nietos ya grandes. Pienso que hoy todavía estoy pagando una factura que la vida me está cobrando, pero que el día que la acabe de pagar finalmente las cosas van a ser normales, con una familia unida.